Ungidos de gozo, mi amigo y yo seguimos de cerca una procesión hasta que por puro roce magnético nos adherimos a ella. Peregrinamos todos hasta el Real, el valle que no existe, donde la primera asignación no es valida, la entrada esta truncada y el archivo incorrupto de San Francisco no se puede abrir. Llevamos ofrendas, peticiones, queremos adorar.
En el último pueblo donde repostamos antes de alcanzar nuestro maravilloso destino, la banda de a dos se disuelve temporalmente. Mi compañero improvisa en las afueras su eremitorio personal y desde allí dialoga en voz alta con las energías del hermano viento y del hermano sol. Sobre las colinas secas algunos sedentarios locales contemplan sus espasmos y peroratas, enamorados de sus llagas de pasión mística. Yo busco la cantina, la rinconada de los afabilísimos.
Es el sitio de mi recreo como cualquier otro, un trasiego de transeúntes y posada de itinerantes con barniz caminero; un laberinto de direcciones sedientas y pendencieras precisando socializar. Tras la ingesta ceremoniosa y el tradicional desgaste dialéctico ya me siento a mis anchas entre todos ellos, acodado a la pianola no operativa.
Este es el maravilloso efecto que lugares así obran sobre los peregrinos y que solo puede, si meditado, aseverar la intangible inefabilidad de la existencia de Dios. Y ponme una más, Sánti Tomás.